viernes, 19 de septiembre de 2014

Aquella tarde de invierno me acerqué al río. Soplaba el viento y este producía un ruido continuo, sordo y pesado como el aleteo de una bandada de pájaros enormes. El sol estaba a punto de ponerse pero aún se distinguía a contraluz cualquier tipo de forma. De pequeña me había sumergido multitud de veces en sus aguas. Recordaba mi bañador, de color azul marino con estrellitas y lunares. Para secarme al sol, solía tumbarme sobre una gran piedra que descansaba en medio de las aguas. Era grande, de un color gris plomo matizado por el marrón de la tierra. Con ella podías pasar al otro lado.

 Me puse a imaginar como las hormigas y algunos otros insectos utilizarían la piedra al igual que yo para tomar el sol o cruzar el río. Imaginé la cantidad de viajeros que habrían estado en aquel lugar, todas las veces que habría sido pisada para poder acceder a la otra orilla. También en la gente que se habría sentado a descansar sobre ella. Esa piedra llevaba años allí y sería conocedora de la transformación del mundo. Algo en apariencia simple era de una gran utilidad como tantas de las cosas que a veces a los humanos nos son invisibles.

 Comencé a recordar cuando estudiaba en la escuela de cerámica y de mi profesora Sonsoles. Ella nos contaba que en la prehistoria, durante el paleolítico, la piedra era el material con el que se produjeron las primeras herramientas.

 De repente comenzó a llover lo que me sacó de inmediato de mis pensamientos y me recordó que ya era tarde, que era hora de emprender la retirada a casa. Mientras caminaba y como la mente es un constante no parar, pensé en muchas otras cosas pero entre todas apareció esta frase … … “He cruzado la vida para sentir la piedra” y ante mis ojos empecé a vislumbrar mi nueva obra cerámica (T.Aguilar).