miércoles, 26 de diciembre de 2012

Espejos (Eduardo Galeano) 



La vida, sin nombre, sin memoria, estaba sola. Tenía manos pero no tenía a quién tocar. Tenía boca, pero no tenía con quién hablar. La vida era una, y siendo una era ninguna.
Entonces el deseo disparó su arco. Y la flecha del deseo partió la vida al medio, y la vida fue dos.
Los dos se encontraron y se rieron. Les daba risa verse, y tocarse también. 

En su jardín de Atenas, Epicuro hablaba contra los miedos. Contra el miedo
a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso.
Es pura vanidad, decía, creer que los dioses se ocupan de nosotros. Desde
su inmortalidad, desde su perfección, ellos no nos otorgan premios ni castigos.
Los dioses no son temibles porque nosotros, efímeros, mal hechos, no
merecemos nada más que su indiferencia.
Tampoco la muerte es temible, decía. Mientras nosotros somos, ella no es; y
cuando ella es, nosotros dejamos de ser.
¿Miedo al dolor? Es el miedo al dolor el que más duele, pero nada hay más
placentero que el placer cuando el dolor se va.
¿Y el miedo al fracaso? ¿Qué fracaso? Nada es suficiente para quien lo
suficiente es poco, pero ¿qué gloria podría compararse al goce de charlar con los
amigos en una tarde de sol? ¿Qué poder puede tanto como la necesidad que nos
empuja a amar, a comer, a beber?
Hagamos dichosa, proponía Epicuro, la inevitable mortalidad de la vida.