viernes, 17 de septiembre de 2010

Músicos. (Me gustó mucho hacer este trabajo para vosotros).

A veces el espíritu del individuo se parece -mal comparado- a un enjambre de abejas, para las que nuestro propio ser fue la colmena transitoria. Viven con nosotros en íntimo trabajo misterioso mientras les ofrecemos, por el regular funcionamiento de la vida, cómodo asilo. Cuando, por causa de la flaqueza, tal funcionamiento se vicia, entonces el enjambre se alborota, se desbanda, buscando cada abeja un sitio que le plazca; la última abeja que deserta maracará el último momento de existencia. Es evidente que estas abejas son muy pequeñitas, no tienen alas, ni cabeza, ni piernas, ni antenas, como las abejas ordinarias. Las he llamado abejas simplemente para facilitar la exposición; mejor las llamaré, desde ahora, simpatías. Así, el espíritu estará formado por innumerables partículas, simpatías, que la muerte o, mejor, el periodo doloroso que la precede, disipa por el espacio, de modo que cada simpatía va a posarse, a buscar abrigo, junto a los cuerpos que ama. ¿Qué es la ley universal de atracción? ¿Y la atracción eléctrica y la atracción magnética? ¿Y la cristalización de ciertos cuerpos? ¿Y qué son las afinidades químicas? ... Pero no multipliquemos los ejemplos, que sería una tarea interminable. Lo que se está adivinando es una tendencia universal a la elección, a la preferencia, a la selección; ¡el amor, en la amplísima acepción de la palabra, rigiendo el mundo entero! Admitiendo ahora que el espíritu del individuo humano, cuando se encuentra en libertad de acción por la muerte del individuo o por otras causas, no constituye una excepción a esta regla de tendencias y sea divisible hasta el átomo, tendremos entonces el aire de nuestro medio ambiente poblado por una inconcebible multitud de simpatías, invisibles sin embargo, cruzándose en todos los sentidos, procurándose, atrayéndose, alejándose, tal vez incluso persiguiéndose, atacándose; y yendo finalmente, unas y otras, poco a poco, a encontrar el medio propio y fijándose por algún tiempo. Innumerables fenómenos de orden psíquica, si no todos, encontrarían explicación plausible en el estudio de los movimientos combinados de estos microbios afectivos, si así puedo explicarme, que se escapan sin embargo a la observación microscópica de los sabios. Las causas de nuestras preferencias, las causas de nuestra estima por determinados individuos, las causas de nuestro amor por un único individuo, quedarían reducidas a simples combinaciones de simpatías, recién nacidas, nacidas ayer, o heredadas de nuestros padres, heredadas de remotos ascendentes, heredadas de existencias vividas hace mil años, o hace diez mil años, o en tiempos mucho más lejanos. Insistiendo en el orden de ideas a las que acabo de referirme muy de pasada y ciñéndome a la intención especial que presidió la confección de este ligero artículo y de otros artículos anteriores, tal vez pueda decir, sin alejarme de la verdad: ¿Por qué pienso tanto en Ko-Haru después de su muerte?... ¿Por qué pienso tanto en O-Yoné después de su muerte? Es porque, de sus dos espíritus volatilizados, algunas simpatías vinieron a posarse sobre mi ser, viven conmigo, se encuentran en constantes relaciones de afecto con mi espíritu; de lo que para mí resultan ciertas manifestaciones, de un estado del alma, a las que llamo, en lenguaje común e impreciso: añoranza. (O-Yoné y Ko-Haru/ Wenceslau de Moraes).